Ese 31 de diciembre lo pasó con un arma en la cabeza. Su esposo, un militar retirado y que había sufrido un ataque de los terroristas que dominaban el país, empezó a amenazarla con disparar si no le confesaba la verdad. No había nada que confesar, pero ella tenía claro que el estrés del ataque, la pérdida de sus dos piernas y los tragos, lo hacían comportarse así. A las 12, la algarabía habitual del fin de año evitó que se oyeran los dos disparos. Ahora ella vive feliz, aún no se explica por qué.
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