Duele Colombia, no solo tras el atentado contra el senador Miguel Uribe Turbay; duele desde hace años, pero mucho más en los dos últimos, en los que hemos sido testigos de un regreso al pasado que creímos, en algún momento, haber superado.
El país está estremecido. Las imágenes del intento de asesinato de una figura pública, de un joven que está haciendo su legítimo ejercicio político, a manos de un “niño” de solo 15 años —pero que, al fin de cuentas, es un vil bandido— representan un nuevo intento, aún no sabemos de qué orilla, de acallar las voces contrarias y de seguir ondeando las banderas del caos y el miedo, de las que algunos viven desde hace muchos años.
Y sí, hay miedo, hay incertidumbre, que es una pésima sensación, porque nada peor que no saber hacia dónde vamos ni si habrá posibilidad de regresar de semejante desastre en el que estamos.
El caos es un arma poderosa, no importa la orilla desde la que se promueva, y a un año de las elecciones los enemigos de Colombia (que, con seguridad, son colombianos) ya empezaron con su campaña, al mejor estilo de Frank Underwood en la serie House of Cards.
Y mientras tanto, nosotros, los ciudadanos de a pie, seguimos atrapados en un juego que no pedimos, pero que sí nos afecta profundamente. Nos duele Colombia porque no es solo un nombre ni una bandera: es la gente que camina todos los días con miedo, que ya no confía en nadie, que ha perdido la esperanza entre promesas rotas y discursos vacíos. Nos duele porque estamos viendo cómo la violencia vuelve a meterse por las rendijas de nuestra democracia, disfrazada de ideología, de justicia o de redención, pero que, en el fondo, solo busca perpetuar el odio y la división.
Es urgente detener esta espiral. No podemos normalizar los atentados ni justificar el uso de menores como instrumentos de muerte. No podemos aceptar que se silencie al otro con balas ni que se instale el terror como estrategia política. No importa si pensamos distinto: todos tenemos el mismo derecho a vivir, a expresarnos y a construir país desde nuestra visión. La violencia no tiene justificación, venga de donde venga.
Por eso, hoy más que nunca, debemos apostarle a la unión. A una ciudadanía consciente que no se deje manipular ni se preste para juegos oscuros. Necesitamos conversar, tender puentes, desactivar odios heredados y construir sobre lo que nos une. No se trata de negar las diferencias, sino de asumirlas con madurez, con respeto y con un profundo amor por Colombia.
Y también es momento de elevar nuestro nivel de exigencia frente a quienes quieren gobernarnos. No podemos seguir votando desde el miedo o desde la rabia. El pensamiento crítico es nuestra mejor herramienta: preguntemos, investiguemos, contrastemos. No compremos discursos incendiarios ni promesas imposibles. Miremos más allá del carisma o la viralidad y pongamos el foco en los hechos, en la coherencia, en la trayectoria.
Colombia no puede seguir repitiendo ciclos de violencia y manipulación. Es tiempo de tomar conciencia del poder que tenemos como sociedad y de usarlo para construir un país donde la vida, el respeto y la verdad sean los pilares de la política. Solo así podremos sanar las heridas, romper con el pasado que nos persigue y escribir una historia distinta. Una historia en la que no tengamos que decir más: nos duele Colombia, sino nos enorgullece lo que juntos hemos logrado.