Diego Mora | Publicado el 4 de junio de 2011 El Colombiano
Hace unos días, por motivos laborales, tuve la oportunidad de visitar un lugar de Medellín que en la actualidad se encuentra catalogado por los organismos de emergencia como zona de alto riesgo. No diré el nombre, para evitar inconvenientes, pero debo mencionar que es un barrio ubicado en un sitio en el que pocas personas tendrían posibilidades de sobrevivir, en una montaña en la que “cambuches” improvisados durante 20 años han visto nacer, crecer y morir a muchos de sus habitantes.
Hace unos días, por motivos laborales, tuve la oportunidad de visitar un lugar de Medellín que en la actualidad se encuentra catalogado por los organismos de emergencia como zona de alto riesgo. No diré el nombre, para evitar inconvenientes, pero debo mencionar que es un barrio ubicado en un sitio en el que pocas personas tendrían posibilidades de sobrevivir, en una montaña en la que “cambuches” improvisados durante 20 años han visto nacer, crecer y morir a muchos de sus habitantes.
La subida al lugar te hace pensar, en que así sería en el ascenso al fin del mundo. Se debe atravesar un sendero delimitado con los años, gracias a los pasos de sus habitantes. Algunas piedras que seguramente la mano de Dios ubicó allí estratégicamente, te ayudan a ascender y a bajar con más facilidad.
Al llegar a la zona en que las familias han ubicado sus lugares para vivir, me impactó mucho encontrar una de las casas, construida con madera, con techo de lata y recubierto con plástico negro, pero a pesar de las limitaciones, con conexión a televisión satelital. Cabe aclarar que allí no se encuentran instalados de manera legal los servicios públicos básicos. Esto quiere decir que la energía eléctrica es de contrabando gracias a algunas conexiones realizadas por ellos mismos y el agua se la proveen de una quebrada que pasa a unos metros del lugar.
El panorama no cambia mucho al seguir ascendiendo. Caminos difíciles, casas que cualquier ingeniero seguramente diría no resisten un vendaval, como los que hemos vivido en los últimos meses en Medellín; cuatro, cinco o seis personas por vivienda, es un espacio en el que vivirían cómodas dos personas. Todo un mundo aparte y desconocido para muchos de nosotros, pero que existe y sobrevive sin una razón lógica.
Sin embargo y al menos esta fue mi impresión, quienes viven allí de una u otra manera son felices. A pesar de las indicaciones de las autoridades que les recomiendan evacuar y evitar el riesgo de perder sus vidas, ellos dicen estar cómodos y no querer irse. A veces el arraigo por nuestro espacio, por lo que hemos construido a través de los años, es mayor al sentido común que nos quiere salvar la vida.
Pero quizás la explicación no sea tan romántica. Los habitantes de este lugar y de muchos otros en alta vulnerabilidad de Medellín, se rehúsan a abandonar estas invasiones porque allí no tienen la obligación de pagar arriendo ni servicios públicos. No importa la oferta que hagan las autoridades, el hecho de ahorrarse unos pesos es la base para arriesgar sus vidas. Esto último expresado por ellos mismos.
El ser humano sigue pensando “eso no me pasa a mí”, seguramente lo mismo pensaron los habitantes de la Gabriela en Bello o de Gramalote en Norte de Santander. Los desastres llegan cuando menos piensas y en esos momentos quienes rechazaron toda la ayuda ofrecida, son los primeros en salir a exigir soluciones. Esperemos que pronto el ser humano entienda la importancia de prevenir para no tener que lamentar.