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lunes, 20 de mayo de 2019

Llorar


Soy llorón, lo confieso. Lloro con el boletín del consumidor o viendo despegar un avión de carga. Lloro con los finales de las películas y no tengo problema en repetir llorada si me las vuelvo a ver. Armageddon es un ejemplo: Bruce Willis se sacrifica por la humanidad y se queda en el asteroide que está a punto de impactar la tierra. Él debe presionar el botón de la súper bomba nuclear para que se desintegre, de este modo los seres humanos podrán seguir intentando a su modo acabar con la tierra. Antes habla con su hija y se despide. Es una escena conmovedora, que me toca el corazón. Sí, lloro con eso y no me da pena. También lloré viendo Coco e incluso el Rey león.

Llorar es bueno menos cuando lo haces de tristeza aunque al final te ayuda a desahogarte. El tema es que si lo haces porque algo malo te sucedió pues con la llorada no va a desaparecer la situación. En cambio, si lo haces de rabia, al dejar salir la furia a través del llanto pues casi estás evitando terminar en la cárcel (no sé si me explico).

Hace poco me puse a llorar sin explicación. Estaba en un centro comercial y se me salieron las lágrimas. Agaché la cabeza como primera reacción para evitar que alguien me viera porque, aunque no me importa el qué dirán, qué pereza que te vean llorar en la mitad de un lugar que está diseñado para la diversión. Me limpié la cara y entré a Juan Valdez a comprar un café porque el café es la solución para casi todo. Lo peor es que hoy sigo sin entender qué pasó.

Un café extra grande después y ya no lloraba más. Y no sé si por la cafeína pero me sentía con menos peso en el pecho. Esta historia no es motivacional ni pretende ser un tratado sobre la importancia de llorar, es solo el relato de algo que me pasó, que puede pasarle a muchas personas más. Lo escribo porque me gusta y porque es bueno entender que llorar sirve para algo y que también podemos hacerlo sin motivo aparente.

Lloren si eso quieren, sin miedo, sin pena y hasta que no puedan más. Ninguno de ustedes necesitó leer esto para entenderlo, tampoco necesitaba escribirlo para tenerlo claro.

Los dejo con este poema de Oliverio Girondo:

Llorar a lágrima viva
 
Llorar a chorros.
Llorar la digestión.
Llorar el sueño.
Llorar ante las puertas y los puertos.
Llorar de amabilidad y de amarillo.
Abrir las canillas,
las compuertas del llanto.
Empaparnos el alma,
la camiseta.
Inundar las veredas y los paseos,
y salvarnos, a nado, de nuestro llanto.
Asistir a los cursos de antropología,
llorando.
Festejar los cumpleaños familiares,
llorando.
Atravesar el África,
llorando.
Llorar como un cacuy,
como un cocodrilo...
si es verdad
que los cacuyes y los cocodrilos
no dejan nunca de llorar.

Llorarlo todo,
pero llorarlo bien.
Llorarlo con la nariz,
con las rodillas.
Llorarlo por el ombligo,
por la boca.
Llorar de amor,
de hastío,
de alegría.
Llorar de frac,
de flato, de flacura.
Llorar improvisando,
de memoria.
¡Llorar todo el insomnio y todo el día!


Diego Mora
@DiegoMorita

sábado, 18 de mayo de 2019

Cumpleaños feliz, el último


El 12 de marzo de 2018, mi abuela cumplió 90 años. Sin duda era una fecha especial, la mujer más longeva de la familia cumplía nueve décadas y debíamos celebrarlo como ella lo merecía.

Decidimos hacerle una fiesta sorpresa, una comida y una serenata con los boleros que le gustaban. Repartimos las tareas a ejecutar entre tías y primos: conseguir el sitio, cotizar la comida, elegir los músicos y el repertorio e invitar a quienes no eran familiares pero que siempre han sido cercanos.

Dos de las hijas de mi abuela no estarían presentes, una de ellas mi mamá. Decidí entonces que solo sería una y le propuse venir de sorpresa. Aceptó…

El día del cumpleaños, todo estaba preparado y nadie de la familia sabía de la llegada sorpresa. Recogí a mi mamá en el aeropuerto, bajamos a Medellín a que se organizara el cabello y a que se maquillara. A la hora de la comida, entré al restaurante y le pedí a todos los asistentes cerrar los ojos. Lo dudaron pero todos aceptaron hacerlo y en ese momento mi mamá hizo su aparición.

La alegría fue indescriptible. Carmen Ariza llevaba 18 años sin viajar a Medellín, sin ver a varios de sus hermanos, sin celebrarle un cumpleaños a su mamá. Una idea bien planeada, organizada y ejecutada con pulcritud permitió que mi abuelita pasara un cumpleaños muy feliz.

66 días después, el 18 de mayo, Ana Elvira Acosta se murió.


Diego Mora
@DiegoMorita

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