A Gabriel García Márquez
Soñaba con ser escritor. Soñaba con la posibilidad, remota, de
conmover a alguien con lo que escribía, así como le pasaba a él cuando leía a
sus autores favoritos, soñaba con las palabras exactas y perfectas que crearan
una frase llena de vida, épica. Soñaba con un mundo que girara alrededor de la literatura.
Una mañana, de lluvia, encontró en el periódico, siempre lleno
de malas y repetidas noticias, una oportunidad. Un aviso clasificado, sencillo,
corto y perfecto, decía: - se busca escritor
que no sienta pena de soñar. Él escribía y soñaba con facilidad así que
cumplía con los requisitos.
No fue difícil quedarse con el empleo; la competencia eran
jóvenes recién graduados de la universidad que seguían pensando que la vida es
de mentira y que lo malo pasa solo porque lo ven en televisión.
Era un buen trabajo, pensó al inicio. La empresa se dedicaba
a producir textos con los que recreaban mundos perfectos, el ideal de la
humanidad. Se sentía pleno, que le pagaran por hacer lo que le gustaba era el
mejor premio que alguien podía recibir.
En su primer texto debía escribir 500 palabras sobre el amor.
No fue difícil hacerlo, a veces para aquellos que nunca han amado es sencillo
hablar de aquel sentimiento.
Su jefe no aceptó el enfoque. A pesar de ser algo
esplendido, exquisito, digno de exposición, no estuvo de acuerdo en concluir
que es mejor no amar para evitar sufrir, aunque fuera cierto. Le sugirieron
leer el manual de estilo de la compañía y en ese momento todo cambió. Dicen,
que algunos seres cercanos lograron escuchar cómo se rompía el corazón del
escritor y vieron, por la expresión de su rostro, como se derrumbó su mundo
ideal. Ni hablar de las lágrimas que lentamente, pero sin pausa, rodaron por su
mejilla.
-¿Escribir con base en un manual? A quién se le ocurre, sí
escribir sale del alma…
Necesitaba el empleo y por eso no renunció de inmediato. Tardó
en terminar la nueva propuesta. Lo logró, cuando escribió sin sentir las
palabras, cuando dejó de creer en lo que decía. Empezó a morir y su vida pasó
de ser perfecta a la monotonía y la obligación de juntar coherentemente las
palabras para que le gustara a su jefe y no para impactar a alguien, realmente,
inteligente.
Poco a poco el trabajo se convirtió en una carga, en algo
que no disfrutaba. A las seis en punto de la tarde salía rumbo a su casa y exorcizaba
sus demonios escribiendo de verdad hasta entrada la madrugada. Dormía poco,
pero no le hacía falta el sueño porque las letras eran su vida, su energía, su
compañía, la única que se permitía, él sabía que jamás le mentirían, jamás lo
abandonarían.
Pero no aguantó mucho tiempo y decidió acabar con todo. Cada
texto obligado lo destruía por dentro, le quemaba las entrañas. Palabra a
palabra agonizaba, estaba muerto en vida. Al sentarse a escribir aquella mañana
de invierno, por sus venas ya corría aquel veneno para ratas que había
desayunado y que bautizó “sin memoria”, según la nota que dejó en su casa, porque
en la muerte nada existe. El texto de ese día era sobre la esperanza, pero
antes de escribir la primera palabra su cabeza chocó contra el teclado.
Tal como lo esperaba, así lo dejó plasmado en su despedida,
nadie lo extrañó, nadie lo lloró, nadie dijo “que falta hace”, quizás porque
los escritores no mueren y se quedan a vivir para siempre en sus palabras.
Esa mañana lluviosa y gris un escritor despertó con miedo,
no de la muerte, sino de la posibilidad de no volver a escribir. Tomó una
decisión, salió de su casa y caminó sintiendo cada gota que golpeaba su cuerpo.
Su vida cambió al leer en el periódico el aviso clasificado: se busca escritor que no sienta pena de
soñar.
Autor: Diego Mora Ariza
dimora1977@gmail.com
@DiegoMorita
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