Murakami y Morita son más que mis gatas; son mi refugio, mi equilibrio, la ternura que no se negocia ni se desgasta con el tiempo. En sus ojos encuentro una sinceridad que rara vez hallo en los seres humanos. Ellas no saben de máscaras, no conocen de traiciones, su lenguaje, aunque parece esquivo, es el del cariño puro, el de la lealtad silenciosa.
Escribo esto en un duro momento. Murakami está enferma y el fantasma de la muerte se me aparece a relámpagos. No está grave, pero el antecedente con Chiqui y Arthur, gata y gato que tuve antes, me llena de miedo.
Con ellas he aprendido que la fragilidad que aparentan guarda una fuerza imposible de medir. Su compañía se convirtió en la mejor opción para combatir la tristeza o por lo menos para equilibrarla. Sus cuerpos pequeñitos cuando se acurrucan a mi lado son la evidencia de que el amor puro existe.
Escribir sobre gatos no es fácil, mucho más cuando has leído lo que de manera magistral escribieron Borges, Cortazar o Bukowski, pero mis pretensiones son mínimas, solo quiero expresar lo que siento en un momento en donde la mente juega conmigo y me hace pensar más en lo que puede pasar que en lo que está pasando.
Murakami es única. Su curiosidad insaciable me recuerda la necesidad de no apagar la luz del asombro y su forma de demostrarme cariño a cada segundo me llena de ternura y de mucha paz. No puede verme sentado leyendo o viendo televisión porque de inmediato llega, busca su lugar y me dice aquí estoy. Podemos pasar las dos horas de una película en la misma posición, yo evitando moverme para no incomodarla y ella, me gusta pensar, que por no darme la oportunidad de irme y quitarle su espacio de confort y seguridad.
Morita también es única. Más independiente, pasa sus ratos a una distancia prudente desde la que me hace sentir que está conmigo, pero a la vez, me deja claro que no necesita tantos mimos como Murakami y que cuando los quiere sabe cómo obtenerlos. Es más pausada en su forma de ser, pero tiene facilidad para imponerse y solo una mirada le basta para decirme qué quiere.
Entre ambas me sostienen como si fueran columnas invisibles que me devuelven el sentido cuando siento que todo se tambalea.
Son mi todo en medio de la nada. No mienten, no juzgan, no abandonan. Me ofrecen lo que los humanos tantas veces olvidan: un amor limpio, sin condiciones, que no pide explicaciones ni promesas. Con ellas sé que no necesito ser fuerte todo el tiempo, porque bastó con abrirles espacio en mi corazón para que me devuelvan una ternura que salva.
Murakami y Morita son un hogar. Y en ese hogar, hecho de ronroneos y miradas que me entienden sin palabras, he descubierto que la nobleza existe y son dos gatas.